viernes, 10 de febrero de 2023

Dentro tuyo

Alegría la añoranza y aún

esta ilusión que me entristece:

Tus ojos, un refugio 

donde mi mirada peregrina 

anhela descansar. Entrar una noche 

y encender desde esa noche

un fuego que caliente 

a estas almas sin cobijo. 

Entrar, conocer de tu calma sus paredes 

heladas por el tiempo.


¿Qué otro penitente te encontró?

¿Por cuánto tiempo tu lar alimentó? 

Al menos leña, digo

¿Habrá dejado un poco? 

¿Habrá sacudido el polvo 

de tanta ausencia? 

¿Podré yo 

dormir dentro tuyo; hacerte la cena? 

Airear esas sombras 

de tu lumbre 

a medio quemar. 


En tu mirada 

consigo propósito:

Un huérfano que ve desde la noche 

afuera en la noche

una ventana de una casa 

con una familia adentro.


miércoles, 8 de agosto de 2018

Historia Suelta (Eligio)

A partir de ahí ya nada fue lo mismo: la pequeña mancha oscura había aparecido sin la más mínima previsión; era incurable. Según los médicos, no tenía explicación: hacia donde fuese que mirara, el punto estaba ahí, en medio de todo como un agujero negro por el cual ninguna luz escapa. De verdad que fue increíble la tranquilidad con la que Eligio aceptó su futura ceguera ese mismo día, cuando apareció adherido aquel punto misterioso dentro de su mirada.

Y claro que fue empeorando. Por favor. El punto crecía de manera alarmante. Así mismo. Pobre Eligio, cada vez veía menos: sólo una mancha desenfocada en el centro de su mirada que no le permitía ver lo que había detrás o delante (O en el medio, si nos ponemos filosóficos) de lo que estaba mirando frente a él. Tuvo que, en poquísimo tiempo, aprender braile y usar bastón; dejar su trabajo y conseguirse un perro guía, porque Eligio no tenía hijos, ni hermanos, ni nada de eso que se llama familia; pero, tenía una cuenta de ahorro. Y bueno, por supuesto que la mancha creció hasta que casi ya no pudo ver nada excepto un gran hueco desenfocado que tapaba todo el panorama admirable de lo que solía ver. Sólo los bordes conservan el reflejo de su realidad. Vale, digamos que sí; Eligio no está del todo ciego: su visión periférica se mantiene intacta, como un marco nítido que rodea todo el vacío que no puede ver. Al principio no parecía que estaba ciego. Cuando lo veíamos caminar era como si pudiese ver todo. Jamás tropezaba con nada.

Y fíjate, esa mañana sí que Eligio nos dejó locos a todos cuando nos contaba que se había levantado sin poder creer lo que le estaba pasando: cuando despertó, dentro de la mancha había un lugar. Estaba allí claramente, pero no se parecía en nada a lo que uno acostumbra a ver acá, nos decía. No era la misma luz. Eran otras cosas las que estaban y nada hecho por el hombre. Hacia donde mirara había algo nuevo. Era otra gente ¿Cómo? Así mismo. Era otra cosa. Y no paraba de ver ese mundo mientras nos hablaba con la mirada vaga y maravillada. Pero, digamos que no; no se volvió loco, aunque el final  les asegure lo contrario. Pudo, a medida que exploraba el lugar, conocer gente de allá (O de acá, si nos ponemos filosóficos) Pudo entenderlos. Incluso, se comunica con ellos. Sí, con el tiempo, Eligio desarrolló una capacidad de ver y de interactuar con esa realidad paralela que estaba amalgamada a ésta, a pesar de no presentirse la una de la otra. Increíble.

Nadie lo pudo entender. Ni lo hará. Pobresito-se-volvió-loco decía la gente que lo veía hablando solo, balbuceando sílabas y moviendo las manos en el aire. Se quedaba en la calle hasta tarde y aunque no comía, decía que había probado frutas tan increíbles y sabrosísimas que ni podríamos imaginar, por favor. Que se había bañado ya, aunque no parecía. Que la gente allá es una nota, si supieras; pero que no había pan, así que la gente de acá le regalaba pan cuando lo veía por ahí moribundo, resguardandose de su lluvia matutina, así hubiese el sol más inclemente aquella tarde. Qué te puedo decir ¡Coño que no estoy loco, ustedes no saben nada! le gritaba a la gente necia.

Ayer me lo encontré. No me vio ahí sentado frente a él, fumándome un cigarro, porque Eligio estaba muy concentrado explicándole a algún-alguien de por allá la conjugación y significado del verbo “Conocer” junto con todas sus variantes, anotando cosas en una libreta que yo no pude ver. Se lo explicaba como si hablara con un niño, como si le enseñara español con un tono paternal. Por como vi el panorama, podría jurar que Eligio al fin ya tiene familia. Y que hasta esposa también tiene, me dijo otro amigo que lo vio el otro día en la plaza como si estuviese enamorado.

Fíjate tú, maravillosa locura de mundo que nos tocó. Por otro lado, aún nadie ha podido explicar qué le pasa. Gracias al cielo. Para el bien de Eligio, a nadie le importa.

domingo, 1 de octubre de 2017

Historia suelta (Adán)

Este relato comienza con un hombre que está solo en una casa. No es muy grande la casa. El hombre, sentado en el comedor de la cocina, se toma una taza de café y ojea una revista arrugada de la National Geographic como quien ya la ha leído y no ve televisión: Los caballitos de mar se vuelven padres que hacen de vientre y cuna; África; Palestina; en el 2072 el hombre no hablará más de otra cosa que hambre, cataclismos y la colonización de un planeta lejanísimo, muy parecido al nuestro, al otro lado de la galaxia. Ya ha pasado un rato releyendo entre las líneas de las fotos y se termina su café en una postura de señor con piernas cruzadas mientras que la ventana de la cocina, mostrando un cielo azul con un sol hinchado, se proyecta en un espejo que está frente a la mesa. Sus ojos agazapados en una esquina del rectángulo de vidrio, mirándose dentro del reflejo como si aquello fuese otra realidad y él, apenas en esa esquina inferior, representado por ese pedazo de cabeza que apenas se ve de los ojos para arriba, casi pura frente, se ha tomado un café y ha ojeado una revista sin que en ese mundo del espejo se pueda indicar más que una ventana con un cielo hermoso, dentro de una cocina donde alguien hace algo que no se ve, en una mañana tranquila. Se imaginó en un artículo de una revista: Descubren a un hombre que vive en un mundo dentro de un espejo en donde todo se lee al revés.

Este relato continúa con nuestro hombre arrancando la maleza del jardín. Podemos suponer que este es el jardín de la casa. Mientras lo hace, del suelo hace que broten nudos de raíces blancas y gorgas, que parecieran que si no las arranca en un mes invaden todo el jardín junto con sus hojas largas y sus tallos carnosos volviéndolo todo puro monte. Pensó que si los caballos fuesen agricultores, no sembrarían otra cosa ­–jamás había reflexionado sobre el vigor y la simpleza que pudiese representar tal pensamiento– y siguió arrancando la maleza hasta no dejar una visible. Cuando llevaba los restos al rincón del compost, dejó la tierra tras él como si respirara. Cientos de bichos ahora saltan, vuelan, se arrastran en el suelo; como un vapor casi invisible se desprende de todos esos terrones de tierra, piedras y hojas secas que rodean a las plantas con flores y todas las frutas bañándose de un sol temprano. Al regresar del rincón, mirando unos semilleros sobre una mesa de madera, se dispone a sembrar a un lado de la jardinera unos brotes que tenía preparados desde hace semanas. Las semanas. Unas semanas bastante extrañas, de verdad, recapacitó: La gente estaba desapareciendo. Sí, así es. Paulatinamente dejaba de ver a las personas que veía siempre por ahí. Apenas en estos días caía en cuenta de que Marta ya no estaba en su casa desde hace tiempo. Ni Inés. Tampoco había visto a Clara; y de Humberto desde hace semanas que no tiene respuesta. Pensó que de repente la ciudad estaba más solitaria que de costumbre; que no había casi nadie; que debería salir más de su casa. Pensaba en todo esto y sembraba los brotes dentro de huecos en la tierra recién preparada. Frente a él, un coquito que camina por una hoja de una planta del jardín se encuentra a otro coquito en la misma hoja. En un instante se aparean en frente del que tiene las manos llenas de tierra y musgo; del que hace un instante tomaba café antes de arrancar la maleza y que no pensaba en otra cosa que no fuera el sol reflejado en la pared. Es un buen día. Pronto hará almuerzo y verá una película en su computadora. Posiblemente luego tome un té y coma pan dulce.

Para que la idea no se pierda, nuestro relato puede terminar en tres párrafos, como acostumbra la gente común y de buen corazón. Con una imagen: nuestro hombre y una manguera que chorrea agua desmesuradamente, en una tarde soleada de un día perfecto y su mano que la esparce en el aire para que caiga en la grama que sembró hace poco en el frente de su casa, que da a una calle dentro de un suburbio en la ciudad. Casa con una cocina y un espejo que refleja realidades paralelas donde las cosas se leen al revés. La calle sola, casi más sola que un desierto si no fuera por el hombre con manos manchadas de tierra que riega la grama con una manguera azul. Un hombre angustiado, dándose cuenta de qué solo está. Apenas ahora se ilustra, cuando ya no queda nadie alrededor que lo ayude a pensar las cosas mejor. Se dijo a si mismo qué lindo hubiese sido despedirme de Alejandra. La angustia se le convierte en miedo cuando no escucha ni un pajarito en esa hora desmedida de esplendor cotidiano ¿Qué pasa? Nada pasa, es la única alma en el lugar y mira el suelo ¿En qué momento uno puede caer en cuenta de que últimamente ha vivido como si fuera apenas un reflejo de algo que no se da cuenta de lo que vive como persona ni de lo que pasa a su alrededor? Ni él mismo puede entenderse lo que se pregunta ¿Será que fue mala idea no ver televisión, ni comprar más comida la última vez que salí al mercado? ¿Cuándo fue la última vez que salí al mercado? Posiblemente también desaparezca en cualquier momento aquí, de pié. Como si de repente una manguera chorreante cayera al piso, haciendo un río en la acera. Nadie cerrará la llave del agua. Nadie estará allí para darse cuenta de que ya no está el que hace un momento estaba regando la grama y no le ha dado tiempo de cerrar el grifo antes de desaparecer. O no. Porque nadie desaparece en realidad; la gente aquí sólo se va. El hombre, con las manos goteando, cierra la llave de la manguera. Se queda parado fumando un cigarrillo, viendo la calle sola; compartiendo su silencio.
Y apenas ahora es que el jardín está agarrando esplendor.

miércoles, 18 de enero de 2017

Historia Suelta (Andrés)

Y cuando Andrés se despierta es la misma cosa: se sienta en el borde de la cama abriendo sus piernas para que sus bolas respiren, mientras estira la espalda y bosteza con la mirada perdida, como buscando un sueño que ya no está. Se levanta. Se cepilla los dientes. Se baña, casi siempre con agua fría. Después, se seca; se mira en el espejo; mientras escucha música, se viste. La luz del sol entra por la ventana haciendo sombras en la pared blanca, donde procura ponerse la ropa a la vez que agarra calor. Andrés baja las escaleras del edificio tarareando una canción. Sale a la calle y afuera hay gente bailando en la acera, como de costumbre en esta ciudad.

El trabajo de todos los días: contar hojas. Andrés es vegetometrista y su labor es parecido al del cristalometrista, pero en vez de contar piedras, cuenta las hojas, flores y los brotes de todas las plantas en la ciudad. Esta información es vaciada en una base de datos increíble que usa la gente curiosa. Y es que hay tanta curiosidad en el mundo que hasta las mentiras te las cuenta un reloj que además, cuenta todos los pasos que das en tu vida, así como también los chocolates que no te has comido aún o los bailes que haces mientras caminas por la calle, como la gente normal. Pero, bueno, eso ya lo sabes.

Lo que no sabes es lo que Andrés hace casi siempre cuando, después del trabajo, llega a su apartamento: él abre el techo y apaga las luces. Se prepara un té. Se acuesta en una colchoneta y prende el astrógrafo. Mira las estrellas. Y las estrellas hablan. Cada una está como echando cuentos sola en un monologo eterno consigo misma y ninguna parece dialogar con otra. Es espeluznante. Andrés es uno de los pocos que les gusta perder el tiempo escuchando a las estrellas. Y es que hay tantas estrellas que se pueden ver desde el mundo, que casi no se les entiende porque sus luces vienen desde distintos lugares, lo que hace más difícil comprenderlas. Además, todas hablan a la vez.

Con el tiempo, Andrés pudo darse cuenta de algo que no era tan evidente: cuando una estrella explota, lanza un grito descomunal y se convierte en nebulosa. Al pasar las eras, se forman nuevos soles y todos hablan entre sí. Realmente son conversaciones exquisitas ¿Para qué decir más? Lástima que no duran mucho. Poco a poco, mientras se van formando sus planetas, lunas, asteroides, hoyos negros, etcétera; mientras van alejándose unos de otros dentro de sus galaxias lejanas y misteriosas, el hábito del habla jamás desaparece, pero sí la habilidad de comunicación. Todos estos soles terminan siendo estrellas parlanchinas que no paran de echar los cuentos de lo solas que están.

Hay unos pocos soles silenciosos, pero de éstos, Andrés tiene poca pista. Se dice que en un futuro se podrán hacer mejores artefactos que nos permitan comprender las cosas que pasan en nuestro insólito universo.

lunes, 20 de junio de 2016

Historia Suelta (Eugenia)

Indudablemente, la gente sueña muchas cosas cuando duerme y a veces las recuerda como si fueran cosas ciertas. Que si uno va matando zombis mientras corre por el pueblo con un hacha, en medio de la noche. Estás solo y la gente grita. Horror. Vuelan zombis que te bañan en sangre, saliva y mierda, mientras comen pedazos de brazos, costillas y tripas. De repente aparece una lancha –porque estamos en un puerto– y uno se monta en un bus con ventanas húmedas que dejan ver una tarde lluviosa. Una de las personas que te gusta va sentada en un puesto delantero. A salvo ya del horror, le sonríes. Platicas como si también le hablaras del amor con una franqueza exquisita, delicada. Te sonríe. Sus ojos parecieran amarte, también, mientras conversan sobre cosas para las cuales ya no pareciera haber tiempo; porque el tiempo cambia, como cambian los rostros de la gente. Ahora, caminas por ahí y no sabes a dónde se fue. Todos parecen estar hechos de alambre y van comiendo algo que parece un helado que si no te lo comes rápido, se chorrea. Nadie habla, ni se abochornan por tu desnudez. Sólo tú te abochornas de eso mientras corres sudando de la vergüenza, para llegar a un callejón con un baño. Qué limpio está el baño. Hasta hay regaderas y todo. Hasta jabón, imagínate tú: la gente se ducha y conversa. Conoces a Eugenio –el hermano de Eugenia– que no ha parado de mirarte, como si tuviera algo sorprendente que decirte. Se duchan. Consigues tu ropa y caminan hacia una fuente. De los árboles nacen pájaros que vuelan hacia un sol frío y distante. Eugenio te toma de la mano y te muestra una puerta entreabierta, sin paredes. Uno pasa. Pasa el otro. Adentro sigue estando la misma calle, la misma fuente, los mismos pájaros que ahora son de otro color. Y uno se pregunta ¿Qué es esto? Pero, Eugenio ya no está y se hizo de noche en una ciudad desconocida, ahora que lo piensas. Vas a la estación del metro y te das cuenta de que no tienes dinero para pagar; que no te sirven los bolívares que llevas en el bolsillo. No valen nada. Desearías estar dormido ¡Esto no me puede estar pasando! Cuando te bajas del metro, llegas a tu casa vieja, de cuando eras un niño. La vecina aún riega sus plantas en la noche y canta; pero, no te recuerda.

Uno sueña muchas cosas, si te pones a pensar. Justamente, hoy voy caminando por la calle y me encuentro con Eugenia que me dice, siempre tan mística y radiante; tan ella ¡Epa, Ayer soñé contigo! Conocía a un hermano tuyo, pero eras tú mismo, más viejo. Me contaba que había ido a un lugar que ya no recuerdo, porque te estaba buscando ¿Qué tal?

sábado, 16 de abril de 2016

Historia Suelta (Martín)

UNO

Martín es una personalidad que sufre de un severo trastorno de personas múltiples. Sí. Leyó bien, no dude de ello. Aunque parezca insólito, él hoy puede ser Ricardo (Un burguesito pelirrojo que le gusta jugar fútbol los fines de semana); como al despertarse pasado mañana, ser Pablo (El introspectivo pervertido violador de gallinas); o Amado (un apacible y cálido señor, gordito, abuelo de cinco niños). De repente, a final del día, puede que se convierta en Mario (El muchachito entusiasmado que siempre anda en una bicicleta vendiendo huevos criollos, por el vecindario); rara vez, Ramona (Teórica matemática, jubilada y hostil, que grita maldiciones a todo el mundo); o el ya casi extinto, Antonio (Un sordomudo autista que le gusta pintar océanos con los dedos).

Ángela, que ya no usa jeans porque se siente gordita, es la despampanante trigueña novia de Ricardo, hija de los dueños de la TV Satelital REDSATE®. Quiere que el pobre deje de sufrir de esos ataques que le dan a veces y que sea siempre como ella lo conoce. Por eso, hoy lo llevará a un hospital especializado en trastornos psiquiátricos. Martín, que ama a su Ángela, asistirá pensando que van a vacunarse contra los embarazos no deseados.

Al llegar, la doctora Beatriz los recibe y los lleva hasta una sala grande y acolchada. Les dice “Siéntense, por favor” y ellos se sientan en un mueble cómodo dispuesto para que la gente descanse. “Ya regreso. Espérenme acá. Pónganse cómodos”. Ambos se toman de la mano y se dan gestos de amor. La doctora sale y va hasta el depósito de vacunas contra los trastornos de personalidades múltiples. Busca uno particular, que al parecer se acabó. La doctora Beatriz llama a Francisco, el encargado de los depósitos del arsenal psiquiátrico, y le dice “Francisquito, necesito que vayas a la oficina central de la avenida Los Encuentros y me busques una caja de Zwzetran. Tengo un paciente acá en espera. Apresúrate, mi vida.

La oficina central de la avenida queda al lado de una heladería. Al salir de regreso, listo con el encargo en una mano y las llaves de la moto del hospital en la otra, Francisco se consigue al sr. Amado, que iba caminando por la acera con tres de sus cinco nietos: Sebastian, Daniel y Malenita. “¡Sr. Amado!”, saluda Francisco, y Martín le responde “¡Francisco! ¡Eh! ¿Cómo estás muchachón?; pero mírate nada más: todo un hombre” y le da un gran abrazo. Hablan poco tiempo; se preguntan mutuamente sobre sus familias y los conocidos. Al despedirse, Francisco estaba tan emocionado por el encuentro que por poco no ve al muchachito en la bicicleta que cruzó como una flecha endemoniada, que casi le parte un cartón de huevos en la cara, y que le gritaba, desvergonzado “¡Fijaaate pendejo, que voooy!”. Francisco, recogiendo el paquete de  Zwzetran que se le había caído de la sorpresa, miraba estupefacto al muchachito grosero. Martín, que les compraba helados a sus nietos, nunca vio nada de aquello.

En el hospital, dentro de la sala grande y acolchada, el teléfono de Ángela comienza a sonar. Suelta dulcemente la mano de Ricardo y se aleja hacia la ventana para contestar la llamada: “Dime. Sí. Acá estamos. No. Ajá. Claro, me imagino. Descansa”. Afuera, en el cielo que se puede ver desde allí, el sol resplandece dorado detrás de las nubes y la luna llena, excéntrica, del otro lado del firmamento, brilla plateada entre el azul profundo del aire. “¿Quién era, mi amor?”, le pregunta Ricardo a Ángela, que se quedó perpleja viendo por la ventana después de colgar. “Ah, era Leticia, que tenía unas dudas sobre los colores que quería para las flores del jardín. Mira esa belleza de cielo”… ¡Claro que no era ninguna Leticia preguntando nada sobre flores! Sino Ramona, la tía solterona de Ángela, amargada y entrometida, como siempre. Sí. Martín, recién enterado de la noticia de que iban a curar a Ricardo de su trastorno y poseído por uno de sus arranque de ira, llamaba a Ángela para decirle lo patéticos que le parecían ella y su novio, y que no iba a querer jamás a esos futuros sobrinos estúpidos, hijos de ese retrasado mental.

Al entrar, la doctora Beatriz los consigue dándose un beso en los labios, frente a la ventana del salón. Amena, simpática, con esta facultad que tienen algunos doctores para disimular las cosas incómodas y dolorosas, les muestra las ampollas de Zwzetran agitándolas en el aire con la mano, listas para suministrarse por vía medular en la columna vertebral de Ricardo.

Al fondo, cerca del quirófano, en uno de los pasillos del hospital especializado en trastornos psiquiátricos, un interno vestido de azul pinta un cuadro marino con los dedos y absorto en su propio pensamiento, mira por la ventana aquel sol y aquella luna de esa tarde maravillosa. Ricardo, Ángela y la doctora Beatriz salen del salón, dirigiéndose al quirófano. Antonio y Ricardo se miran tácitamente. Martín le muestra los dedos llenos de pintura, con una sonrisota de felicidad en su cara de treinta y dos, al otro Martín que lo mira con condescendencia y casi con lástima, sin mucho afán, deseando tener jamás algún parentesco con alguien así en su vida, mientras camina por el pasillo, de la mano de su futura esposa, listo para vacunarse contra los embarazos no deseados.

“¡A follar!”.

DOS

Han pasado 2 años. Ángela y Ricardo tienen una foto familiar donde salen con tres hermosos hijos: Ana, la niña de año y medio con ojos miel y cabellos dorados que sostiene un globo azul, de helio; Ádan, el morochito con Ana, de rizos de bronce y ojos grises, que se muerde la mano izquierda, mientras sonríe; y Fabio, un bebé de once meses, un querubín sonriente y tranquilo, con una chupa en su boca, sentado en los brazos de su madre insólitamente preñada, de mirada cansada y feliz; al lado de su marido que sonríe y que, con el pelo más canoso que rojo, los abraza como si estuvieran en una portada de revista. La foto tiene un fondo marino. Está enmarcada en portarretrato de plata italiana, sobre una repisa, en una sala burguesa.

Mientras tanto, en la misa de domingo que organizó la esposa de Ricardo, el padre Pío a duras penas rezongaba los nombres de los fallecidos a los cuales esta misa les dedicaba. Antonia, la madre de Ángela, lloraba desconsolada en brazos de Tomás -su esposo- al escuchar: la tía Ramona fue la primera en la lista. A la que siguió el sr. Amado, en vida respetable ciudadano y abuelo de cinco nietos, ambos fallecidos hace dos años de un horrible paro cardíaco espontáneo, casualmente el mismo día que curaron a Ricardo. Y así, así, hasta que nombraron a un tal Mario Pérez, pero nadie recordaba el nombre del muchachito de la bicicleta que vendía huevos criollos por ahí, que quedó como un perro muerto en la calle hasta tres horas después que llegó la ambulancia a recoger su cadáver, y nadie lo lloraba tampoco, porque su única abuela, la que limpiaba en la casa de la doctora Beatriz, se murió hace dos meses y hasta su nombre salió en la lista protocolar de los fallecidos cristianos, en esa misa dominical de una mañana de abril; y a ella, tampoco nadie la lloró. Al finalizar, todos dijeron amén y se fueron amenamente a comer a un restaurante de mariscos, porque era semana santa.

Hace un año fue que consiguieron los restos de Pablo, disecado en un rancho de bahareque escondido entre la maleza, todo podrido, lleno de culebras y gallinas moribundas (varias de ellas eran ya puro esqueleto) en un caserío de las afueras. Aún se desconocen las causas y fecha exacta de su muerte. La gente de la zona sigue recordando a Martín como un criminal sádico y “que bueno que se murió el muy enfermo”. Antonio, por su parte, ahora está en la facultad de medicina; su cuerpo es un modelo de anatomía en un salón: está sin piel y tiene ojos de vidrio.

Ricardo ni se enteró de nada, ni los extrañó a ninguno porque para él, ninguno existía. Se curó. Vivió sin pena ni gloria su vida burguesa junto a su mujer. Juntos, le dejaron al mundo 6 hijos, antes de que él muriera en un accidente automovilístico una noche de Navidad, cuando salía de jugar fútbol con sus amigos, en el club.

Y bueno pues, ya Martín no existe. Pero de eso, apenas uno se da cuenta.

martes, 29 de marzo de 2016

Historia Suelta (Tomás)

Desde el mismo día en que nació, a Tomás le dieron cinco frasquitos, cada uno con una especie de esencia –por así decirlo– resguardada en su interior. Le dijeron: Tomás, acá tienes los amores de toda tu vida ¡Que va a ser larga, hombre! Así que adminístralos bien ¿Vale? Solo abres uno y listo, ya está: todo bello.

Así fue: Tomás tenía encanto. No cabe duda de que su vida fue la de un hombre afortunado; pero, los hombres se corrompen fácilmente. En una noche de su juventud –días antes de que se le acabara su último frasquito, luego de que pasaran años en intentos fallidos– pudo al fin conseguir un genérico de la esencia ésta, que aunque no esté ni cerca de ser un perfume, poseía propiedades idénticas a la de los óleos y los aromas. Cosa de locos, no cabe duda. Tomás, junto con todo su carisma, logró convencer a un amigo químico y ¡Eureka! Amor ilimitado en botellitas desechables –con efectos secundarios que nadie pudo notar en aquel entonces– listas para ser vendidas como droga ilegal.

Hicieron millones con eso. La gente se volvía loca: ¿Amor en frasco a una tapita de distancia de la plena felicidad? A ver… Dame dos. Dame cinco. Ochocientos millones de frasquitos, por favor. Hasta sacaron una línea de lapiceros que hacían que la gente escribiera poesía. Hubo un tiempo en que las personas ya no leían, sino que escribían. Los libros comenzaron a salir con páginas en blanco para que la gente los llenara. Nadie los volvía a leer después de escritos. Desaparecieron las publicaciones; la gente se escribía sus propios libros, imagínate tú. Desastre. Todos los adictos al amor vivían como cautivados en un sueño, andaban por ahí, besándose y follando plenamente con sus múltiples almas gemelas. Faltaban al trabajo, a la universidad, a sus casas; la gente estaba alocada.

Todo se salió de control, obviamente. Hubo tanto amor por un lado del mundo, que por el otro brotó la miseria y el odio. Hicieron la guerra y murió una cantidad inmensa de gente, espantoso, pero nadie lo notó ¿Por qué? La gente vivía enamorada, como podrás figurarte. Vino la guerra y luego la lluvia amarilla. Fin. Bastó para que la gente no se volviera a enamorar jamás. Los rusos, dicen algunos, pero hasta ahora no se sabe con certeza quienes habían lanzado la bomba que nadie recuerda.

La cosa es que Tomás, en su larga vida, jamás imaginó el desastre en que iba a resultar el lucro de sus ideas suspicaces. Para aquel entonces ya no habían abejas. Aun así, a la gente no le faltó la miel mientras duró el negocio.


Ahora, en una era más avanzada en donde la gente no se enamora y las abejas son robots, uno puede notar ciertas cosas, y estas cosas terminan por generarle a uno una especie de nostalgia: como el cariño. O los libros, por ejemplo. Dicen que antes, la gente escribía historias de personas y cosas que pasaban; sentimientos y sensaciones que ya ninguna palabra conocida pueda evocar. Eran cuentos sin sentido de significados dudosos. Gente que nunca existió, como Tomás, aunque la historia lo reconozca.