lunes, 22 de septiembre de 2014

Historia Suelta (José)


A Camilloctavio y Rómolo.


Creo que ese día era sábado. Estábamos en el patio de la casa de mis nonnos. Yo aprendía manejar bicicleta a los coñazos. Mi papá, sentado leyendo el periódico en el garage, cada vez que me veía caer se reía y me decía: Bueno pues, ¡Párate y sigue! Yo, un poco frustrado y molesto por su actitud –porque él estaba más ocupado leyendo ahí sentado como un sultán, que viéndome mientras lo hacía– me levanto y sigo en mi intento por mantener la bicicleta andando. Me caí unas ocho veces más y fue cuando logré mantener el equilibro, que le grité: ¡MIRA! ¡MIRA! ¡YA NO ME CAIGO! mientras hacía círculos pedaleando por todo el garaje, orgulloso y feliz. Él, tranquilamente bajó su periódico y me miró: jamás olvidaré su expresión de satisfacción: él confiaba; ya sabía que lo iba a lograr. 

Recuerdo también que mi nonno manejaba su carro a 20 Km/hr. cuidando de que no me pasara nada mientras andaba en la bicicleta, acompañándolo a comprar el periódico en un kiosco de las afueras, como siempre lo hicimos todos los domingos que compartimos en mi infancia. Él me hacía de escolta en el recorrido de ida y vuelta a la casa, sin quitarme su mirada de ojos azul grisáceo de encima, mientras yo pedaleaba cada vez más fuerte; cada vez más rápido, sin las rueditas traseras de apoyo a los costados de la bicicleta. 

En la casa, mi nonna nos esperaba atenta: yo, como si de una misión especial se tratase, le entregaba el librito de pasatiempos y juegos de palabras que siempre mandaba a comprar en el kiosco con nosotros todos los domingos: ella hacía los crucigramas; yo, las sopas de letras y los dibujitos; mi nonno –como todos los domingos en la tarde– luego del almuerzo, desaparecía, porque es un mago; y los magos desaparecen.

Por su parte, mi papá siempre miraba el fútbol y me decía con cariño, papá. 

miércoles, 19 de marzo de 2014

Historia Suelta (Elena)

Elena es una bruja: ella lee los ojos y las manos; y de vez en cuando, estafa a cierta gente.

Una vez, en su cubículo del mercadito, le leyó los ojos a la esposa del gobernador: Le dijo que se ganarían la lotería y que se irían a vivir a Miami a final de año; pero, que cuidado con los cocos y el sol. La esposa del gobernador se fue satisfecha, saboreando el olor a calle de un país extranjero, imaginando las noches de cócteles y fiestas en la playa y coñac y cenas y gente extranjera caminando por las calles de aquél país y todo aquello. Elena, la veía salir de su cubículo, caminando por el pasillo del mercadito. La veía pasar por la tiendita de flores, mientras decía, susurrando, al ritmo de los pasos de aquella mujer: Que-le-plin-ca-ta-plás-qui-ti-plás-con-gó. Y listo, Elena cambiaba el número de lotería ganador que llevaba en el bolsillo aquella señora(1). Tarareando una melodía, mientras limpiaba con un trapito la mesa de madera de su minúsculo cubículo; burlándose, haciéndole muecas con el culo,se despedía de la embaucada mujer.

Al salir, ella cierra su tiendita y murmura una oración, mientras hace gestos con las manos para proteger -en igual orden de importancia- su altar; sus ramas; unas figuritas con muchos colores; muchos trapos; la mesa con tres sillas y un compás con escuadras(2). Ella cierra y se va por el pasillo del mercado. Cruza, baja unas escaleras, camina otro poco y sale por una puerta escondida y mágica que hizo especialmente para ella, pues da a la calle de atrás y por ahí pasa el trolebús que la lleva hasta su casa.

Mañana temprano, Elena irá al río. Al fin va a hacer su ritual del agua clara. Esta noche se bañará con sales de mares muy raros. Prenderá inciensos. Se echará miel como si fuera crema para la piel, en todo su cuerpo. Ella saldrá a su azotea por última vez y bailará desnuda y cantará y hará unas ofrendas de flores con frutas y leerá las estrellas y se lavará con agua de rosas toda la miel de su cuerpo. Ella, hinchada en plenitud, esta noche soñará con todas las cosas que la apasionan y que la hacen ser una bruja(3).

Pasado mañana, Elena irá a su tiendita. La cerrará y se despedirá de toda la gente del mercadito. Les dejará lindos regalos. Se irá a vivir lejos, a la costa. Ella dice que un día, pronto, retornaré al mar de donde salen todas las cosas. Ya no leerá ni los ojos, ni las manos de la gente: se dedicará a la agricultura; sembrará cambur, cacao y yuca; le hará nidos a los pájaros y recolectará miel.
Así de hippie es Elena.

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(1). La esposa del gobernador nunca ganará ninguna lotería, pero igual irá a vivirse a Miami con su –en poco tiempo- millonario esposo; a tomar agua de coco y a cenar en restaurantes patrióticos para sentir un poquito de nostalgia y a beber coñac en bares extranjeros y a comprar en centros comerciales y a broncearse en cubículos solares, ahora hechos a prueba de terroristas y rayos ultravioleta. Dos cocos misteriosos les partirán el cráneo al exgobernador y a su esposa, mientras duermantomando el sol, bajo una palmera, en una tal Palmbeach, dos meses luego de haberse mudado a Miami.

(2). A veces, Elena le lee el futuro a parejas. En otras ocasiones, la gente indecisa va acompañada para, tú sabes, por si las moscas, entonces ahí la otra silla. En cuanto al compás y las escuadras: Elena, en su tiempo libre, es una arquitecta entusiasta.

(3). Elena prefiere autodenominarse como alguien que habla con el viento. Los brujos, dice ella, son como esas personas que sólo saben cocinar lo que estánleyendo en una receta.

lunes, 17 de febrero de 2014

Historia Suelta (Marta)

Desde hace mucho tiempo que Marta va al mismo parque. Don Eligio, el de la bodega de la esquina, dice que ya tiene veinte años viéndola pasar por la misma calle, el mismo día, todos los meses de todos estos años. La calle termina en  un portal, una entrada vieja que lleva a un parque que alguna vez fue bello y frondoso, en la época en que aquella mujer era una chica, casi una niña; pero, ahora el parque es un despojo de lo que fue: quedó abandonado por el tiempo y los gobiernos pasajeros. Un alcalde decidió gastar el presupuesto en construir un gimnasio cubierto, justo al lado del parque abandonado para el cual el dinero había sido enviado: para su restauración. “Los tiempos cambian”. Aún así, hoy Marta está yendo al parque, como siempre, entrando por detrás, a hacer quien sabe qué, allá, en esa inmundicia llena de monte, culebra e indigentes adictos al crack y a los niños perdidos.

Ella atraviesa el portal lleno de basura que se esconde al final de la calle. Son las cuatro de la tarde. Ella camina por donde puede. Atraviesa un trayecto asqueroso, siempre pisando barro y mierda. La luz del sol se cuela agradable, iluminando el condenado camino y a sus moscas, brillando desde la maleza que lo aprisiona en ese desastre, ahora como otra dimensión, otro lugar abandonado por dios y el diablo, en donde la única ley que rige es la descomposición. Marta va como que tranquila, como que venía preparada con botas de caucho y un fusil imaginario. Ella va como que “Vale, esto lo hago siempre. Doce días al año”.

Lleva algo en las manos. Es algo envuelto en un trapo blanco curtido. Algo que carga con mucho cuidado entre sus manos, contra su pecho de mujer de treinta y dos. Llega, esquivando ramas venenosas, a lo que hubiese sido un caney en medio de un jardín hermoso, tal vez con lirios, rosales, gente en bicicleta, cosas lindas; pero, ahora hecho una ruina proterva, todo lleno de carbón, maleza y huesos de animales, es más parecido a esa inmundicia llena de monte, culebra e indigentes adictos al crack y a los niños perdidos, que dice Don Eligio que es este parque.

Ella se sienta sobre un despojo de vigas de hierro oxidadas y piedra rota. Destapa ese algo que lleva envuelto en el trapo curtido. El olor en ese lugar es insoportable. Las moscas parecen querérsela comer, toda, sin esperar a que muera. Marta las aparta con un soplo, mientras destapa algo importante: un pequeño radio, viejo y remendado; gastado y marcado por todos los años de uso. Saca la antena y la hala, haciéndola larga y plateada; torcida, un poquito por aquí, otro tantito por allá: “Todos estos años”, dice Marta, sonriendo y poniendo cara de loca, tratando de encender el aparato, mientras dirige la antena a un punto específico del cielo, sintonizando una frecuencia en el canal.


“Aló”, dice Marta, gritándole a la bocina de la radio. “Hola”, suena en el altavoz, con un poco de distorsión eléctrica. “¡Ah! Jejé ¿Cómo estás?”, responde Marta, emocionada y satisfecha. Suena lejano. Tarda un poco en llegar la respuesta: “Bien, con mucho calor acá. ¿Allá? Cuéntame, ¿cómo te quedó la mermelada de rosas que estabas haciendo aquella vez? Cómo te extraño”. Hablaron por largo rato. Tenían que esperar dos minutos para escucharse las respuestas el uno del otro. Se hizo de noche, y todo. Los grillos sonaron, y todo. Marta estaba feliz. Era su padre, hablándole desde otro tiempo y otro espacio. Otra  realidad lejana y misteriosa. Quién sabe desde dónde. Es irrelevante: Marta es feliz y es una niña, no vale mosca, ni mierda, ni indigente-come-niños que se cruce. Lleva veinte años en esto.

lunes, 20 de enero de 2014

Historia Suelta (Clara y Humberto)


Van como siempre, los dos, en el carro: él maneja y juega a que sabe manejar, con ese gesto varonil y tonto de querer pensar en cosas importantes. Ella, mira con desgano las luces de la calle a través del vidrio sucio del parabrisas mientras fuma un cigarrillo, dejando salir en cada calada un halo de humo por su nariz; como entre despreocupada, y tensa. Ambos, con la típica pose-casi-ritual de la única-cosa-segura de todos los días: salir en la noche a dar vueltas, por ahí.

Ellos, al igual que ninguno, no saben que van a morir. A esta hora, La avenida principal es un sitio tranquilo y seguro, como para dar un paseo nocturno agradable. Como para olvidarse de la vida insípida que llevan, a cambio de unas ráfagas de viento que se cuelan por las ventanas: una medio abierta; otra, medio cerrada. Semáforo en amarillo. No importa.

Ella, terminando la última calada, le pregunta: ¿Vos, sos feliz?, yo no. Él, la mira. La avenida es ancha y se extiende al horizonte, las luces les iluminan el rostro, y como en un sueño, suena música en un tono capital: Yo, responde, tampoco lo soy; y menos contigo. Entonces, ambos se mueren. Sus cuerpos caen como dos colillas de cigarro revolcándose en el asfalto vaporoso. La sangre es la ceniza viva que se desprende, que lanza sus últimos gritos en el ardor de sus tizones, mientras la brisa la extingue, dejándola en el olvido. Una caja trae dentro 20 cigarrillos. Un paquete, 10 cajas.

De regreso, ni Clara, ni Humberto, hablan. Esa noche duermen como todas las noches: uno siempre al lado del otro, como si ninguno existiera. Parecen dormir como fetos angustiados, esperando salir de un vientre que nunca los pare.