Desde el mismo día en que nació, a Tomás le dieron cinco
frasquitos, cada uno con una especie de esencia –por así decirlo– resguardada
en su interior. Le dijeron: Tomás, acá tienes los amores de toda tu vida ¡Que
va a ser larga, hombre! Así que adminístralos bien ¿Vale? Solo abres uno y
listo, ya está: todo bello.
Así fue: Tomás tenía encanto. No cabe duda de que su vida
fue la de un hombre afortunado; pero, los hombres se corrompen fácilmente. En una
noche de su juventud –días antes de que se le acabara su último frasquito, luego de que pasaran años en intentos fallidos– pudo al fin conseguir un genérico
de la esencia ésta, que aunque no esté ni cerca de ser un perfume, poseía
propiedades idénticas a la de los óleos y los aromas. Cosa de locos, no cabe
duda. Tomás, junto con todo su carisma, logró convencer a un amigo químico y ¡Eureka!
Amor ilimitado en botellitas desechables –con efectos secundarios que nadie
pudo notar en aquel entonces– listas para ser vendidas como droga ilegal.
Hicieron millones con eso. La gente se volvía loca: ¿Amor en
frasco a una tapita de distancia de la plena felicidad? A ver… Dame dos. Dame cinco.
Ochocientos millones de frasquitos, por favor. Hasta sacaron una línea de
lapiceros que hacían que la gente escribiera poesía. Hubo un tiempo en que las
personas ya no leían, sino que escribían. Los libros comenzaron a salir con
páginas en blanco para que la gente los llenara. Nadie los volvía a leer después
de escritos. Desaparecieron las publicaciones; la gente se escribía sus propios
libros, imagínate tú. Desastre. Todos los adictos al amor vivían como cautivados en un
sueño, andaban por ahí, besándose y follando plenamente con sus múltiples almas
gemelas. Faltaban al trabajo, a la universidad, a sus casas; la gente estaba
alocada.
Todo se salió de control, obviamente. Hubo tanto amor por un
lado del mundo, que por el otro brotó la miseria y el odio. Hicieron la guerra
y murió una cantidad inmensa de gente, espantoso, pero nadie lo notó ¿Por qué? La gente vivía
enamorada, como podrás figurarte. Vino la guerra y luego la lluvia amarilla.
Fin. Bastó para que la gente no se volviera a enamorar jamás. Los rusos, dicen
algunos, pero hasta ahora no se sabe con certeza quienes habían lanzado la bomba
que nadie recuerda.
La cosa es que Tomás, en su larga vida, jamás imaginó el
desastre en que iba a resultar el lucro de sus ideas suspicaces. Para aquel
entonces ya no habían abejas. Aun así, a la gente no le faltó la miel mientras
duró el negocio.
Ahora, en una era más avanzada en donde la gente no se
enamora y las abejas son robots, uno puede notar ciertas cosas, y estas cosas
terminan por generarle a uno una especie de nostalgia: como el cariño. O los
libros, por ejemplo. Dicen que antes, la gente escribía historias de personas y
cosas que pasaban; sentimientos y sensaciones que ya ninguna palabra conocida
pueda evocar. Eran cuentos sin sentido de significados dudosos. Gente que nunca
existió, como Tomás, aunque la historia lo reconozca.