lunes, 20 de junio de 2016

Historia Suelta (Eugenia)

Indudablemente, la gente sueña muchas cosas cuando duerme y a veces las recuerda como si fueran cosas ciertas. Que si uno va matando zombis mientras corre por el pueblo con un hacha, en medio de la noche. Estás solo y la gente grita. Horror. Vuelan zombis que te bañan en sangre, saliva y mierda, mientras comen pedazos de brazos, costillas y tripas. De repente aparece una lancha –porque estamos en un puerto– y uno se monta en un bus con ventanas húmedas que dejan ver una tarde lluviosa. Una de las personas que te gusta va sentada en un puesto delantero. A salvo ya del horror, le sonríes. Platicas como si también le hablaras del amor con una franqueza exquisita, delicada. Te sonríe. Sus ojos parecieran amarte, también, mientras conversan sobre cosas para las cuales ya no pareciera haber tiempo; porque el tiempo cambia, como cambian los rostros de la gente. Ahora, caminas por ahí y no sabes a dónde se fue. Todos parecen estar hechos de alambre y van comiendo algo que parece un helado que si no te lo comes rápido, se chorrea. Nadie habla, ni se abochornan por tu desnudez. Sólo tú te abochornas de eso mientras corres sudando de la vergüenza, para llegar a un callejón con un baño. Qué limpio está el baño. Hasta hay regaderas y todo. Hasta jabón, imagínate tú: la gente se ducha y conversa. Conoces a Eugenio –el hermano de Eugenia– que no ha parado de mirarte, como si tuviera algo sorprendente que decirte. Se duchan. Consigues tu ropa y caminan hacia una fuente. De los árboles nacen pájaros que vuelan hacia un sol frío y distante. Eugenio te toma de la mano y te muestra una puerta entreabierta, sin paredes. Uno pasa. Pasa el otro. Adentro sigue estando la misma calle, la misma fuente, los mismos pájaros que ahora son de otro color. Y uno se pregunta ¿Qué es esto? Pero, Eugenio ya no está y se hizo de noche en una ciudad desconocida, ahora que lo piensas. Vas a la estación del metro y te das cuenta de que no tienes dinero para pagar; que no te sirven los bolívares que llevas en el bolsillo. No valen nada. Desearías estar dormido ¡Esto no me puede estar pasando! Cuando te bajas del metro, llegas a tu casa vieja, de cuando eras un niño. La vecina aún riega sus plantas en la noche y canta; pero, no te recuerda.

Uno sueña muchas cosas, si te pones a pensar. Justamente, hoy voy caminando por la calle y me encuentro con Eugenia que me dice, siempre tan mística y radiante; tan ella ¡Epa, Ayer soñé contigo! Conocía a un hermano tuyo, pero eras tú mismo, más viejo. Me contaba que había ido a un lugar que ya no recuerdo, porque te estaba buscando ¿Qué tal?

sábado, 16 de abril de 2016

Historia Suelta (Martín)

UNO

Martín es una personalidad que sufre de un severo trastorno de personas múltiples. Sí. Leyó bien, no dude de ello. Aunque parezca insólito, él hoy puede ser Ricardo (Un burguesito pelirrojo que le gusta jugar fútbol los fines de semana); como al despertarse pasado mañana, ser Pablo (El introspectivo pervertido violador de gallinas); o Amado (un apacible y cálido señor, gordito, abuelo de cinco niños). De repente, a final del día, puede que se convierta en Mario (El muchachito entusiasmado que siempre anda en una bicicleta vendiendo huevos criollos, por el vecindario); rara vez, Ramona (Teórica matemática, jubilada y hostil, que grita maldiciones a todo el mundo); o el ya casi extinto, Antonio (Un sordomudo autista que le gusta pintar océanos con los dedos).

Ángela, que ya no usa jeans porque se siente gordita, es la despampanante trigueña novia de Ricardo, hija de los dueños de la TV Satelital REDSATE®. Quiere que el pobre deje de sufrir de esos ataques que le dan a veces y que sea siempre como ella lo conoce. Por eso, hoy lo llevará a un hospital especializado en trastornos psiquiátricos. Martín, que ama a su Ángela, asistirá pensando que van a vacunarse contra los embarazos no deseados.

Al llegar, la doctora Beatriz los recibe y los lleva hasta una sala grande y acolchada. Les dice “Siéntense, por favor” y ellos se sientan en un mueble cómodo dispuesto para que la gente descanse. “Ya regreso. Espérenme acá. Pónganse cómodos”. Ambos se toman de la mano y se dan gestos de amor. La doctora sale y va hasta el depósito de vacunas contra los trastornos de personalidades múltiples. Busca uno particular, que al parecer se acabó. La doctora Beatriz llama a Francisco, el encargado de los depósitos del arsenal psiquiátrico, y le dice “Francisquito, necesito que vayas a la oficina central de la avenida Los Encuentros y me busques una caja de Zwzetran. Tengo un paciente acá en espera. Apresúrate, mi vida.

La oficina central de la avenida queda al lado de una heladería. Al salir de regreso, listo con el encargo en una mano y las llaves de la moto del hospital en la otra, Francisco se consigue al sr. Amado, que iba caminando por la acera con tres de sus cinco nietos: Sebastian, Daniel y Malenita. “¡Sr. Amado!”, saluda Francisco, y Martín le responde “¡Francisco! ¡Eh! ¿Cómo estás muchachón?; pero mírate nada más: todo un hombre” y le da un gran abrazo. Hablan poco tiempo; se preguntan mutuamente sobre sus familias y los conocidos. Al despedirse, Francisco estaba tan emocionado por el encuentro que por poco no ve al muchachito en la bicicleta que cruzó como una flecha endemoniada, que casi le parte un cartón de huevos en la cara, y que le gritaba, desvergonzado “¡Fijaaate pendejo, que voooy!”. Francisco, recogiendo el paquete de  Zwzetran que se le había caído de la sorpresa, miraba estupefacto al muchachito grosero. Martín, que les compraba helados a sus nietos, nunca vio nada de aquello.

En el hospital, dentro de la sala grande y acolchada, el teléfono de Ángela comienza a sonar. Suelta dulcemente la mano de Ricardo y se aleja hacia la ventana para contestar la llamada: “Dime. Sí. Acá estamos. No. Ajá. Claro, me imagino. Descansa”. Afuera, en el cielo que se puede ver desde allí, el sol resplandece dorado detrás de las nubes y la luna llena, excéntrica, del otro lado del firmamento, brilla plateada entre el azul profundo del aire. “¿Quién era, mi amor?”, le pregunta Ricardo a Ángela, que se quedó perpleja viendo por la ventana después de colgar. “Ah, era Leticia, que tenía unas dudas sobre los colores que quería para las flores del jardín. Mira esa belleza de cielo”… ¡Claro que no era ninguna Leticia preguntando nada sobre flores! Sino Ramona, la tía solterona de Ángela, amargada y entrometida, como siempre. Sí. Martín, recién enterado de la noticia de que iban a curar a Ricardo de su trastorno y poseído por uno de sus arranque de ira, llamaba a Ángela para decirle lo patéticos que le parecían ella y su novio, y que no iba a querer jamás a esos futuros sobrinos estúpidos, hijos de ese retrasado mental.

Al entrar, la doctora Beatriz los consigue dándose un beso en los labios, frente a la ventana del salón. Amena, simpática, con esta facultad que tienen algunos doctores para disimular las cosas incómodas y dolorosas, les muestra las ampollas de Zwzetran agitándolas en el aire con la mano, listas para suministrarse por vía medular en la columna vertebral de Ricardo.

Al fondo, cerca del quirófano, en uno de los pasillos del hospital especializado en trastornos psiquiátricos, un interno vestido de azul pinta un cuadro marino con los dedos y absorto en su propio pensamiento, mira por la ventana aquel sol y aquella luna de esa tarde maravillosa. Ricardo, Ángela y la doctora Beatriz salen del salón, dirigiéndose al quirófano. Antonio y Ricardo se miran tácitamente. Martín le muestra los dedos llenos de pintura, con una sonrisota de felicidad en su cara de treinta y dos, al otro Martín que lo mira con condescendencia y casi con lástima, sin mucho afán, deseando tener jamás algún parentesco con alguien así en su vida, mientras camina por el pasillo, de la mano de su futura esposa, listo para vacunarse contra los embarazos no deseados.

“¡A follar!”.

DOS

Han pasado 2 años. Ángela y Ricardo tienen una foto familiar donde salen con tres hermosos hijos: Ana, la niña de año y medio con ojos miel y cabellos dorados que sostiene un globo azul, de helio; Ádan, el morochito con Ana, de rizos de bronce y ojos grises, que se muerde la mano izquierda, mientras sonríe; y Fabio, un bebé de once meses, un querubín sonriente y tranquilo, con una chupa en su boca, sentado en los brazos de su madre insólitamente preñada, de mirada cansada y feliz; al lado de su marido que sonríe y que, con el pelo más canoso que rojo, los abraza como si estuvieran en una portada de revista. La foto tiene un fondo marino. Está enmarcada en portarretrato de plata italiana, sobre una repisa, en una sala burguesa.

Mientras tanto, en la misa de domingo que organizó la esposa de Ricardo, el padre Pío a duras penas rezongaba los nombres de los fallecidos a los cuales esta misa les dedicaba. Antonia, la madre de Ángela, lloraba desconsolada en brazos de Tomás -su esposo- al escuchar: la tía Ramona fue la primera en la lista. A la que siguió el sr. Amado, en vida respetable ciudadano y abuelo de cinco nietos, ambos fallecidos hace dos años de un horrible paro cardíaco espontáneo, casualmente el mismo día que curaron a Ricardo. Y así, así, hasta que nombraron a un tal Mario Pérez, pero nadie recordaba el nombre del muchachito de la bicicleta que vendía huevos criollos por ahí, que quedó como un perro muerto en la calle hasta tres horas después que llegó la ambulancia a recoger su cadáver, y nadie lo lloraba tampoco, porque su única abuela, la que limpiaba en la casa de la doctora Beatriz, se murió hace dos meses y hasta su nombre salió en la lista protocolar de los fallecidos cristianos, en esa misa dominical de una mañana de abril; y a ella, tampoco nadie la lloró. Al finalizar, todos dijeron amén y se fueron amenamente a comer a un restaurante de mariscos, porque era semana santa.

Hace un año fue que consiguieron los restos de Pablo, disecado en un rancho de bahareque escondido entre la maleza, todo podrido, lleno de culebras y gallinas moribundas (varias de ellas eran ya puro esqueleto) en un caserío de las afueras. Aún se desconocen las causas y fecha exacta de su muerte. La gente de la zona sigue recordando a Martín como un criminal sádico y “que bueno que se murió el muy enfermo”. Antonio, por su parte, ahora está en la facultad de medicina; su cuerpo es un modelo de anatomía en un salón: está sin piel y tiene ojos de vidrio.

Ricardo ni se enteró de nada, ni los extrañó a ninguno porque para él, ninguno existía. Se curó. Vivió sin pena ni gloria su vida burguesa junto a su mujer. Juntos, le dejaron al mundo 6 hijos, antes de que él muriera en un accidente automovilístico una noche de Navidad, cuando salía de jugar fútbol con sus amigos, en el club.

Y bueno pues, ya Martín no existe. Pero de eso, apenas uno se da cuenta.

martes, 29 de marzo de 2016

Historia Suelta (Tomás)

Desde el mismo día en que nació, a Tomás le dieron cinco frasquitos, cada uno con una especie de esencia –por así decirlo– resguardada en su interior. Le dijeron: Tomás, acá tienes los amores de toda tu vida ¡Que va a ser larga, hombre! Así que adminístralos bien ¿Vale? Solo abres uno y listo, ya está: todo bello.

Así fue: Tomás tenía encanto. No cabe duda de que su vida fue la de un hombre afortunado; pero, los hombres se corrompen fácilmente. En una noche de su juventud –días antes de que se le acabara su último frasquito, luego de que pasaran años en intentos fallidos– pudo al fin conseguir un genérico de la esencia ésta, que aunque no esté ni cerca de ser un perfume, poseía propiedades idénticas a la de los óleos y los aromas. Cosa de locos, no cabe duda. Tomás, junto con todo su carisma, logró convencer a un amigo químico y ¡Eureka! Amor ilimitado en botellitas desechables –con efectos secundarios que nadie pudo notar en aquel entonces– listas para ser vendidas como droga ilegal.

Hicieron millones con eso. La gente se volvía loca: ¿Amor en frasco a una tapita de distancia de la plena felicidad? A ver… Dame dos. Dame cinco. Ochocientos millones de frasquitos, por favor. Hasta sacaron una línea de lapiceros que hacían que la gente escribiera poesía. Hubo un tiempo en que las personas ya no leían, sino que escribían. Los libros comenzaron a salir con páginas en blanco para que la gente los llenara. Nadie los volvía a leer después de escritos. Desaparecieron las publicaciones; la gente se escribía sus propios libros, imagínate tú. Desastre. Todos los adictos al amor vivían como cautivados en un sueño, andaban por ahí, besándose y follando plenamente con sus múltiples almas gemelas. Faltaban al trabajo, a la universidad, a sus casas; la gente estaba alocada.

Todo se salió de control, obviamente. Hubo tanto amor por un lado del mundo, que por el otro brotó la miseria y el odio. Hicieron la guerra y murió una cantidad inmensa de gente, espantoso, pero nadie lo notó ¿Por qué? La gente vivía enamorada, como podrás figurarte. Vino la guerra y luego la lluvia amarilla. Fin. Bastó para que la gente no se volviera a enamorar jamás. Los rusos, dicen algunos, pero hasta ahora no se sabe con certeza quienes habían lanzado la bomba que nadie recuerda.

La cosa es que Tomás, en su larga vida, jamás imaginó el desastre en que iba a resultar el lucro de sus ideas suspicaces. Para aquel entonces ya no habían abejas. Aun así, a la gente no le faltó la miel mientras duró el negocio.


Ahora, en una era más avanzada en donde la gente no se enamora y las abejas son robots, uno puede notar ciertas cosas, y estas cosas terminan por generarle a uno una especie de nostalgia: como el cariño. O los libros, por ejemplo. Dicen que antes, la gente escribía historias de personas y cosas que pasaban; sentimientos y sensaciones que ya ninguna palabra conocida pueda evocar. Eran cuentos sin sentido de significados dudosos. Gente que nunca existió, como Tomás, aunque la historia lo reconozca.