jueves, 26 de febrero de 2009

Asuntos sin importancia

El perpetuo socoro del que hablamos
sería como
que si una mujer que no tiene hijos
adopte uno
y le llame Consuelo.
Pero el hijo crece
y resulta ser todo lo contrario:
entonces la madre, lo mata.
— Ya no tengo hijo –dice la madre. Se fue.
Y luego se casa con un tipo sin bolas
y son felices para siempre.

Si no, pues,
fuese como que si uno es
un prolijo escritor (imagínese) Entonces:
uno escribe de una forma hasta cierto punto enfermiza
y eufóricamente apasionada
y listo, uno escribió una cosa grandiosa:
Ahí, al rato cuando lees un libro de otra gente,
te das cuenta:
esa idea, pues, la genial idea que duro un mes en ser generada,
ya otro lo hizo hace treinta años atrás; porque sentimos lo mismo,
porque, bueno, las piedras siguen narrando las historia del mundo
y uno sigue pensando que todo ya está resuelto.
¿Qué cosa?
¡Gran cosa! Por Dios…
Y te pones a escribir sobre otro asunto.

Si no, sería la uña que crece
sobre la piel mal cortada: Pulula infección
y el rojo ya se asoma entre la carne podrida
como bocas sangrientas
(la ampicilina sería el socorro a tal infortunio)

Sería como el humo que dilata
los sentidos, este perpetuo socorro.
Sería la culpa
que siempre te recuerda que todo
absolutamente todo, va mal
y te distrae en otras cosas
de aparente importancia.
Serían las malas decisiones.

Es la trampa
que nos embauca con caminos más cortos.
Nunca hay tiempo. Y cuanto apuro, ¿no? nunca hay tiempo:
Igual, al final, uno se termina muriendo.
¿Y luego qué? ¿otra vida?

— Ni pudimos con una.
Entonces, uno piensa qué irá cambiando para mañana.

¿Y mañana?
Mañana seguro te veo, otra vez nos veremos
e inevitablemente caeremos en lo mismo:
que si tú, que si yo, que si nosotros no y ese trágico ya basta
(cómo nos encanta el trágico ya basta)
dándole ese último compás de sátira masoquista
a todo esto.

viernes, 13 de febrero de 2009

Un fenómeno realmente extraño





I


Este, es un cementerio muy particular:

El sepultero -si bien se le puede llamar así- es un esperpento albino caucásico largo y huesudo, con manos gigantes, tan grandes que puede cargar a dos muertos (uno cada mano) y llevarlos a la galera dos por vez y así ahorrar trabajo. Se la pasa tosiendo, este señor. Como carece de ojos, pues, nunca ve lo que sepulta -si es que es que se puede llamar así a lo que hace- y por consecuencia, no podría recordar qué estaba en qué sitio (el prolijo sentido del oído le es, digamos, algo mediocre, resaltando a los costados de su rostro unas orejas pequeñas y deformes… posee un olfato ya gastado por la mortecina) Siempre le duelen las rodillas y siempre se toma su tiempo para llevar a los muertos a sus tumbas -si es que se le pueden llamar vulgarmente tumbas a eso adonde van, como ya verás-
Es un desastre, este señor.

A los muertos los recoge de una mesa gigante que se encuentra en la entrada del cementerio. Ahí vienen y los echan; y luego viene el sepultero y los recoge. Hay veces, en que son tantos, pero tantos, que se forma un tumulto, una montaña de muertos (el señor está enfermo o se quedó dormido, qué-sé-yo).
De la mesa, el sepultero lleva los muertos a la galera que espera en las costas a la orilla del terreno, en donde luego los llevará a sus aposentos finales y perennes: una isla en medio del cementerio, donde se vislumbra a lo lejos, una cosa más gigante aún que todo lo demás, algo así como una de esas catedrales del XIII realmente hermosa; pero, inimaginable (un despilfarro, diría yo, para tanto muerto)

La galera ya cargada hasta en el cuarto de máquinas -de muertos, claro- recorrería un trayecto tranquilo; oscuro (qué cosas, aquí siempre es de noche ¿no?), pantanoso, neblinoso, algo difuso y solitario; pero, tranquilo (cabe resaltar que la galera sabía ya a donde iba; no hace falta que el pobre esperpento la comande. Se podría decir, que esta galera tiene almas propias que la hacen un ser independiente y con una función definida)
Un trayecto largo era este.

Ya en la isla, el sepultero lleva a los muertos a la entrada del majestuoso edificio. Los lleva por bultos (es más rápido así, da igual) y ahí los va tirando. Cuando ya ha terminado, toca el gran portal con sus manos gigantes dos veces, y luego una tercera: se abren las opulentas puertas, y descubren dos más. Hace lo mismo. Se abre este nuevo portal y descubre otro menos grande, y aún así de gigantesco. Vuelve a tocar dos veces, y una tercera y una cuarta, y se abre el último portal.
Ya puede entrar. Adentro la luz le da a todo un matiz rojizo y brillante, cálido y dorado: es el pasillo principal y único a través del cual se superponen las tumbas unas sobre otras en insólitas galerías continuas y paralelas, muy parecidas como al cristal. Cada una de las tumbas es un paralelepípedo rocoso coléricamente liso. Ninguna tumba se toca una con otra; todo se suspende, levita, está puesto en el aire y esa luz cálida y diáfana que parece brotar de todo, como una cascada de agua que salta desde la cima de la montaña y se desparrama impregnando las hojas de los arboles a su alrededor, todo lo sostiene.
Es un edificio realmente gigantesco y sublime.
Bueno, ya adentro el sepultero se pone a trabajar. Para llevar los muertos a sus tumbas (y todas están ridículamente altas; y da igual en cual tumba queda qué muerto) usa una escalera de mano muy larga. Para cargar a los muertos, usa un gancho con una cuerda que se amarra en el cuello, y sube.
Mientras lo hace, cada peldaño rechina como si fuera a reventarse una y otra vez.



II



¿Y qué pasa con los muertos que se quedan en la mesa marmórea que está en la entrada del cementerio y que van tirando a ratos los que llegan allí con más muertos?
Bueno, se pudren poco a poco.
Le toma un tiempo considerable al sepultero llevar los cuerpos a la isla. Hablamos de días acá. Semanas. Todo depende (de que si el señor está enfermo o si se quedó durmiendo, qué-se-yo)

El cementerio consta de un oscuro enrejado paralelo y casi interminable que se extiende por todo el perímetro arqueado de su terreno (imagínese un mar entero rodeado por un irregular círculo de suelo, con una isla inmensa en medio de sus aguas: ese es el terreno del cementerio) y con una entrada solamente: este; una salida: oeste. La mesa gigante se encuentra a unos pocos metros de la entrada. Se cree -y estamos en lo cierto- que muchos se han perdido en las vastas extensiones de tierra que rodean al mar que contiene la isla con el gigantesco edificio en donde el sepultero lleva los muertos (al norte del cementerio hay un bosque denso y oscuro, muy falible a los sentidos). Ignoran que al entrar al cementerio hay un delicado hilo que si lo alcanzan los conduce por el bosque, al oeste (algunos le llaman el hilo de Ariadna). Los que se pierden, se mueren o se vuelven locos (siempre es de noche acá) hasta que encuentran la salida, y si no la encuentran, pues, viene el sepultero y se asustan y los mata del susto, pues nadie ha visto algo parecido hasta entonces.
Pero bueno, ese no es el caso.

El caso son los muertos que se van pudriendo apilados sobre la mesa, los cuales unas larvas se comen poco a poco: sirven de cultivo para unos seres excepcionales, y he aquí a donde queríamos llegar:
Cuando el sepultero regresa de su largo viaje al aposento; cuando la galera lo trae de regreso con todas sus quejas y todas sus calamidades de sepultero; cuando ha terminado de sumir los restos de todos los cuerpos que llevó, es cuando él llega y se va a su casa (un cubo de bloques de tierra y techos de zinc oxidados, al sur del cementerio) y se duerme. Tose. Duerme, tose, se queja. Mientras, los cuerpos en la mesa se van amontonando unos con otros; se pudren unos a otros, y la putrefacción genera las larvas. Su saliva diluye las carnes y se la comen (todo un espectáculo grotesco)
Esto, limpia los cuerpos hasta el hueso. Y alimenta a las larvas.

Y ¿Qué pasa con los muertos que les dio sepultura el sepultero y cuyos restos quedaron en las tumbas coléricamente lisas dentro del edificio gigantesco que está en esa isla insólita?
Bueno, ¿qué más va a pasar? Se vuelven cenizas ahí adentro.

En el transcurso de una luna aquellas larvas crecen y se convierten en unos seres fantásticos. Sus pupas cuelgan por debajo de la mesa, y cuando germinan -literalmente- aquí hace sol. De esas cosas negras salen alas brillantes, cúmulos de energía que se extienden por todo el mar del cementerio. Tan brillantes así son, que el fenómeno genera la luz de millones de estrellas, y cada una de estas estrellas (que emanan de las pupas) se transforman en galaxias aladas que jalan del oleaje, mientras todas se van por el aire y se posan en la punta del templo de la isla, dejando en su vuelo, sobre el mar, una estela hilada brillantemente etérea, boreal, como nébulas difusas en el aire haciendo espirales de un polen luminoso, y al final se vuelven quien-sabe-qué y se esfuman en un destello sublime. Desaparecen.
Nadie sabe por qué pasa, tan sólo todo aquello dura un momento (¿lo que duran dos miradas en revelar su alma?)

En fin, es un día raro este.
Por eso estamos aquí: hoy, eclosionan las pupas.