Van como siempre, los dos, en el carro:
él maneja y juega a que sabe manejar, con ese gesto varonil y tonto de querer
pensar en cosas importantes. Ella, mira con desgano las luces de la calle a
través del vidrio sucio del parabrisas mientras fuma un cigarrillo, dejando
salir en cada calada un halo de humo por su nariz; como entre despreocupada, y
tensa. Ambos, con la típica pose-casi-ritual de la única-cosa-segura de todos
los días: salir en la noche a dar vueltas, por ahí.
Ellos, al igual que ninguno, no saben
que van a morir. A esta hora, La avenida principal es un sitio tranquilo y
seguro, como para dar un paseo nocturno agradable. Como para olvidarse de la
vida insípida que llevan, a cambio de unas ráfagas de viento que se cuelan por
las ventanas: una medio abierta; otra, medio cerrada. Semáforo en amarillo. No
importa.
Ella, terminando la última calada, le
pregunta: ¿Vos, sos feliz?, yo no. Él, la mira. La avenida es ancha y se
extiende al horizonte, las luces les iluminan el rostro, y como en un sueño,
suena música en un tono capital: Yo, responde, tampoco lo soy; y menos contigo.
Entonces, ambos se mueren. Sus cuerpos caen como dos colillas de cigarro
revolcándose en el asfalto vaporoso. La sangre es la ceniza viva que se
desprende, que lanza sus últimos gritos en el ardor de sus tizones, mientras la
brisa la extingue, dejándola en el olvido. Una caja trae dentro 20 cigarrillos.
Un paquete, 10 cajas.
De regreso, ni Clara, ni Humberto,
hablan. Esa noche duermen como todas las noches: uno siempre al lado del otro,
como si ninguno existiera. Parecen dormir como fetos angustiados, esperando
salir de un vientre que nunca los pare.
2 comentarios:
¡Calidad!
Gracias francine! Me alegra que los leas. Besos!
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