Desde hace mucho tiempo que Marta va al
mismo parque. Don Eligio, el de la bodega de la esquina, dice que ya tiene
veinte años viéndola pasar por la misma calle, el mismo día, todos los meses de
todos estos años. La calle termina en un
portal, una entrada vieja que lleva a un parque que alguna vez fue bello y
frondoso, en la época en que aquella mujer era una chica, casi una niña; pero,
ahora el parque es un despojo de lo que fue: quedó abandonado por el tiempo y
los gobiernos pasajeros. Un alcalde decidió gastar el presupuesto en construir
un gimnasio cubierto, justo al lado del parque abandonado para el cual el
dinero había sido enviado: para su restauración. “Los tiempos cambian”. Aún
así, hoy Marta está yendo al parque, como siempre, entrando por detrás, a hacer
quien sabe qué, allá, en esa inmundicia llena de monte, culebra e indigentes adictos
al crack y a los niños perdidos.
Ella atraviesa el portal lleno de
basura que se esconde al final de la calle. Son las cuatro de la tarde. Ella
camina por donde puede. Atraviesa un trayecto asqueroso, siempre pisando barro
y mierda. La luz del sol se cuela agradable, iluminando el condenado camino y a
sus moscas, brillando desde la maleza que lo aprisiona en ese desastre, ahora
como otra dimensión, otro lugar abandonado por dios y el diablo, en donde la
única ley que rige es la descomposición. Marta va como que tranquila, como que
venía preparada con botas de caucho y un fusil imaginario. Ella va como que
“Vale, esto lo hago siempre. Doce días al año”.
Lleva algo en las manos. Es algo
envuelto en un trapo blanco curtido. Algo que carga con mucho cuidado entre sus
manos, contra su pecho de mujer de treinta y dos. Llega, esquivando ramas
venenosas, a lo que hubiese sido un caney en medio de un jardín hermoso, tal
vez con lirios, rosales, gente en bicicleta, cosas lindas; pero, ahora hecho
una ruina proterva, todo lleno de carbón, maleza y huesos de animales, es más
parecido a esa inmundicia llena de monte, culebra e indigentes adictos al crack
y a los niños perdidos, que dice Don Eligio que es este parque.
Ella se sienta sobre un despojo de
vigas de hierro oxidadas y piedra rota. Destapa ese algo que lleva envuelto en el trapo
curtido. El olor en ese lugar es insoportable. Las moscas parecen querérsela
comer, toda, sin esperar a que muera. Marta las aparta con un soplo, mientras
destapa algo importante: un pequeño radio, viejo y remendado; gastado y marcado
por todos los años de uso. Saca la antena y la hala, haciéndola larga y
plateada; torcida, un poquito por aquí, otro tantito por allá: “Todos estos
años”, dice Marta, sonriendo y poniendo cara de loca, tratando de encender el
aparato, mientras dirige la antena a un punto específico del cielo, sintonizando una frecuencia en el canal.
“Aló”, dice Marta, gritándole a la
bocina de la radio. “Hola”, suena en el altavoz, con un poco de distorsión
eléctrica. “¡Ah! Jejé ¿Cómo estás?”, responde Marta, emocionada y satisfecha.
Suena lejano. Tarda un poco en llegar la respuesta: “Bien, con mucho calor acá.
¿Allá? Cuéntame, ¿cómo te quedó la mermelada de rosas que estabas haciendo
aquella vez? Cómo te extraño”. Hablaron por largo rato. Tenían que esperar dos
minutos para escucharse las respuestas el uno del otro. Se hizo de noche, y
todo. Los grillos sonaron, y todo. Marta estaba feliz. Era su padre, hablándole
desde otro tiempo y otro espacio. Otra
realidad lejana y misteriosa. Quién sabe desde dónde. Es irrelevante:
Marta es feliz y es una niña, no vale mosca, ni mierda, ni indigente-come-niños
que se cruce. Lleva veinte años en esto.
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