Este relato comienza con un hombre
que está solo en una casa. No es muy grande la casa. El hombre, sentado en el
comedor de la cocina, se toma una taza de café y ojea una revista arrugada de
la National Geographic como quien ya la ha leído y no ve televisión: Los
caballitos de mar se vuelven padres que hacen de vientre y cuna;
África; Palestina; en el 2072 el hombre no hablará más de otra cosa que hambre,
cataclismos y la colonización de un planeta lejanísimo, muy parecido al
nuestro, al otro lado de la galaxia. Ya ha pasado un rato releyendo entre las líneas
de las fotos y se termina su café en una postura de señor con piernas cruzadas
mientras que la ventana de la cocina, mostrando un cielo azul con un sol hinchado,
se proyecta en un espejo que está frente a la mesa. Sus ojos agazapados en una
esquina del rectángulo de vidrio, mirándose dentro del reflejo como si aquello fuese
otra realidad y él, apenas en esa esquina inferior, representado por ese pedazo
de cabeza que apenas se ve de los ojos para arriba, casi pura frente, se ha
tomado un café y ha ojeado una revista sin que en ese mundo del espejo se pueda
indicar más que una ventana con un cielo hermoso, dentro de una cocina donde
alguien hace algo que no se ve, en una mañana tranquila. Se imaginó en un
artículo de una revista: Descubren a un hombre que vive en un mundo dentro de
un espejo en donde todo se lee al revés.
Este relato continúa con nuestro
hombre arrancando la maleza del jardín. Podemos suponer que este es el jardín
de la casa. Mientras lo hace, del suelo hace que broten nudos de raíces blancas
y gorgas, que parecieran que si no las arranca en un mes invaden todo el jardín
junto con sus hojas largas y sus tallos carnosos volviéndolo todo puro monte.
Pensó que si los caballos fuesen agricultores, no sembrarían otra cosa –jamás
había reflexionado sobre el vigor y la simpleza que pudiese representar tal
pensamiento– y siguió arrancando la maleza hasta no dejar una visible. Cuando
llevaba los restos al rincón del compost, dejó la tierra tras él como si
respirara. Cientos de bichos ahora saltan, vuelan, se arrastran en el suelo; como
un vapor casi invisible se desprende de todos esos terrones de tierra, piedras
y hojas secas que rodean a las plantas con flores y todas las frutas bañándose
de un sol temprano. Al regresar del rincón, mirando unos semilleros sobre una
mesa de madera, se dispone a sembrar a un lado de la jardinera unos brotes que
tenía preparados desde hace semanas. Las semanas. Unas semanas bastante
extrañas, de verdad, recapacitó: La gente estaba desapareciendo. Sí, así es. Paulatinamente
dejaba de ver a las personas que veía siempre por ahí. Apenas en estos días
caía en cuenta de que Marta ya no estaba en su casa desde hace tiempo. Ni Inés.
Tampoco había visto a Clara; y de Humberto desde hace semanas que no tiene
respuesta. Pensó que de repente la ciudad estaba más solitaria que de
costumbre; que no había casi nadie; que debería salir más de su casa. Pensaba
en todo esto y sembraba los brotes dentro de huecos en la tierra recién preparada.
Frente a él, un coquito que camina por una hoja de una planta del jardín se
encuentra a otro coquito en la misma hoja. En un instante se aparean en frente
del que tiene las manos llenas de tierra y musgo; del que hace un instante
tomaba café antes de arrancar la maleza y que no pensaba en otra cosa que no
fuera el sol reflejado en la pared. Es un buen día. Pronto hará almuerzo y verá
una película en su computadora. Posiblemente luego tome un té y coma pan dulce.
Para que la idea no se pierda,
nuestro relato puede terminar en tres párrafos, como acostumbra la gente común
y de buen corazón. Con una imagen: nuestro hombre y una manguera que chorrea
agua desmesuradamente, en una tarde soleada de un día perfecto y su mano que la
esparce en el aire para que caiga en la grama que sembró hace poco en el frente
de su casa, que da a una calle dentro de un suburbio en la ciudad. Casa con una
cocina y un espejo que refleja realidades paralelas donde las cosas se leen al revés. La calle sola, casi más sola que un desierto si no fuera por el hombre
con manos manchadas de tierra que riega la grama con una manguera azul. Un
hombre angustiado, dándose cuenta de qué solo está. Apenas ahora se ilustra,
cuando ya no queda nadie alrededor que lo ayude a pensar las cosas mejor. Se
dijo a si mismo qué lindo hubiese sido despedirme de Alejandra. La angustia se
le convierte en miedo cuando no escucha ni un pajarito en esa hora desmedida de
esplendor cotidiano ¿Qué pasa? Nada pasa, es la única alma en el lugar y mira
el suelo ¿En qué momento uno puede caer en cuenta de que últimamente ha vivido como
si fuera apenas un reflejo de algo que no se da cuenta de lo que vive como
persona ni de lo que pasa a su alrededor? Ni él mismo puede entenderse lo que
se pregunta ¿Será que fue mala idea no ver televisión, ni comprar más comida la
última vez que salí al mercado? ¿Cuándo fue la última vez que salí al mercado? Posiblemente
también desaparezca en cualquier momento aquí, de pié. Como si de repente una
manguera chorreante cayera al piso, haciendo un río en la acera. Nadie cerrará la
llave del agua. Nadie estará allí para darse cuenta de que ya no está el que hace
un momento estaba regando la grama y no le ha dado tiempo de cerrar el grifo
antes de desaparecer. O no. Porque nadie desaparece en realidad; la gente aquí
sólo se va. El hombre, con las manos goteando, cierra la llave de la manguera.
Se queda parado fumando un cigarrillo, viendo la calle sola; compartiendo su
silencio.
Y apenas ahora es que el jardín está agarrando esplendor.
Y apenas ahora es que el jardín está agarrando esplendor.