"Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño,
y le dieran una flor como prueba
de que había estado allí,
y si al despertar encontrara esa flor
en su mano… ¿entonces qué?"
-S. T. Coleridge
M
María es una mujer muy bella que vive cerca de un matorral muy bonito, por allá, por las montañas. María va para allá casi siempre, y le gusta: ella va los domingos y recoge las moras de las matas espinosas que crecen por el valle del matorral. Las moras que crecen allí son muy dulces y rojas, y María con ellas hace una mermelada celestial con la que baña una torta muy rica.
Ella dice que el secreto de la torta no son las moras, sino, otro ingrediente que también se da por allá (en el matorral). Cerca -dice ella- hay una finca con unas vacas. La finca es de unos señores ahí. Bueno, las vacas van allá siempre a comer pasto -a ese valle- y regresan en la tarde a la finca, cuando ya han comido lo suficiente. En el camino que han venido haciendo estas vacas salen unos hongos, mientras la luna sigue alumbrando con su brillo y el rocío viste las flores en las noches. María cuando va en la mañana de los domingos -nos dice- lleva dos bolsas: en una va poniendo las moras exquisitas; en la otra, pues, mete uno que otro hongo mágico.
Cuando regresa, pasan dos horas y nos invita a su casa. Siempre vamos los domingos; un buen rato hablando y riendo, y comiendo torta de mora con jugo de limón.
Es muy lindo estar allá.
Ayer apenas nos confesó entre risas y sus cachetes sonrojados el secreto de su torta (tan fuera de esta realidad). Tengo que admitirlo: Esos bocados celestiales de aquel pastel hecho por aquella hermosura, pues, al rato que comíamos, nos ponía como en un trance sutil; hacia ver y sentir cosas muy distintas a lo cotidiano. Nos hacía, no sé, los pensamientos como etéreos; como que si fuéramos no más que espectadores en un mundo abstracto y dinámico; pero, paradójicamente sencillo. ¡Y nos reímos bastante, vale! cómo nos reímos cuando vamos los domingos. ¡Vámonos a la terapia de grupo!, decimos siempre burlándonos y mostrando los anillos morados que nos regaló, cada uno con uno en un dedo.
A
Al principio pensamos que maría era bruja, y que nos embrujaba porque-bueno, ¿Qué más va a pensar uno? Porque es una mujer fantástica y es un ser realmente peculiar. Y nos embrujaba porque somos personas inestables y nos quería enseñar algo, porque ella también seguro es inestable, y aprendió a canalizar la cosa. Al final, es como una maestra espiritual muy sexi; pero, no es bruja. Simplemente nos hace bien su compañía, y seguro a ella también la de nosotros (si no, no nos invitara, dijimos una vez)
Fue después que María nos dijo la verdad: que ella es hija de un hada que huyó del bosque porque olía ya mucho a basura el bosque; y el hada y que se transformó en mujer, y que estaba preñadas cuando lo hizo (de un duende, dice ella), y que cuando nació esa hija era humana por fuera también como la mamá, y que era ella. Que, pues, tenía quinientos cincuenta y siete años ya en este mundo. Cincuenta y ocho -corrigió ese mismo día de su cumpleaños. Que venía de muy lejos.
Que no le dijéramos a nadie.
Al principio -no te niego- le creímos; ¡pero claro! ¿Quién no le va a creer a la media hora de haber comido esa torta tan exquisita que nos preparaba la coño? ¿Ah? ¿Quién?
Luego reíamos y nos amábamos (así decía cuando hacíamos algo entretenido; en serio) caminando por las montañas y los valles; buscando piedras y contemplando animales raros; y ese aire, y esos colores; todo eso. Incluso, a veces jugamos cualquier cosa (que no fuera ser hippies).
Puro amor, al final (realmente).
R
Hoy. Hoy no vamos a su casa. Hoy vamos a acompañarla al terminal (El aeropuerto y los aviones; no, no, no, eso no; prefiero volar sin alas, mi vida, sin a-las, nos decía una vez) Se va para el Paují, a vivir cerca de la selva, cerca del jaspe, cerca de la vida, mis amores, de la vida; y pues, que nos esperaba ver algún día por allá, y que no sea lejos, que nos esperaba con incienso de tacamajaca y una torta aún más rica (de una fruta que no recuerdo); que le lleváramos semillas de las que a ella le gustan. Nos da un beso y se monta en el bus.
— ¡Ya van a ver! Pronto pondremos orden en este desastre. Me voy a una convención de hadas, mis viditas, de ha-das, y me quedo por allá ¡Se me cuidan!
Y el bus arrancó y nos dejó con un beso y olor a gasolina y muchas sonrisas y un ¡los espero pronto!
Fue muy lindo. Nos pone como bobos esa mujer.
Í
Bueno, ya es de noche. Ahora, estamos acá, en casa de Fausto, bebiendo canelita, recordando tantas cosas y riéndonos de tantos asuntos… Nos hace muy bien su compañía, realmente es como una terapia estar con esa mujer. Es como el color que le saca luz a las cosas (y nosotros somos esas cosas que les falta luz)
Sí, andamos felizmente melancólicos: somos tres hombres despechados.
Y borrachos.
Esa María es una bruja, chico -terminamos concluyendo con una certeza tan absoluta y cómplice, de verdad que es una bruja la coñito…
(Al momento chocaban los pedazos de hielo casi derretido dentro de los vasos aprisionados por nuestras manos, y su sonido seco, húmedo, hacía como un llamado de atención:) Y justo ahí, en ese instante, todos observamos el rincón; y lo vimos varias veces, y parpadeamos para volverlo a ver; ver lo que en él se encontraba, y luego todos nos miramos estupefactos, partícipes de una fantasía que terminó en carcajadas y caras de sorpresa, de niños ingenuos y esas viejas historias fantásticas: justo al lado de la puerta del baño: ahí estaba:
¡¿Ves? Hasta nos dejó la escoba y todo para que nos acompañara! ¡Ahí está! ¿Ves? ¡Ahí está!
A
Martín –que estaba sentado justo al lado del pasillo- habría tropezado uno de los ángulos de la mesa (en donde estaba la botella) justo en el momento en que todos nos percatamos de la bendita escoba y nos desorbitamos de la risa -también- por la escoba y pues… hasta ese instante duró el alcohol: una cosa condujo a la otra: ahora, habían muchos pedazos de vidrios rotos en el suelo que recoger (y toda la canelita que esos vidrios, univalentes hace un instante, resguardaban).
- Palabra cierta… Pana, palabra cierta –decía atónito, Martín, sin poder creerlo, mientras barría ese desastre.